La crítica Leónidas: “El ensayo como forma” (Manifiesto) (Gastón Ortiz Bandes)

 

La función de la crítica tal como LA LEÓNIDAS la concibe no tiene que ver ni con hacer legible o accesible el supuestamente oculto significado de un texto, ni con promocionar, publicitar, ni canonizar una obra, ni con ensalzar las virtudes personales de su autor o las buenas ideas y bella metáforas que el discurso transmite, ni mucho menos destruir con la maledicencia o el sofisma toda una trayectoria existencial dedicada a las letras y la cultura llamada autor.

Todas estas nociones imaginarias, ideológicas de la crítica se ven reforzadas en muchos lectores, a veces sanguíneos, predispuestos, incluso con ideas emancipatorias, por ciertos estereotipos de “el crítico” propios de los medios de comunicación: en Ratatouille o Birdman, por ejemplo, o en los realities, los críticos son todopoderosos, únicos dadores de gloria o muerte. Pero esa visión de la función de la crítica explicita la ideología imperial norteamericana: el monopolio de la opinión y el gusto (no hay una lucha de críticos sino un solo crítico imponente, contra todos los artistas o todos los cocineros y el público no se queja de este estado de cosas. Los otros críticos tampoco, o al menos nadie lee los diarios donde escriben).

A su vez, la idea del crítico como justipreciador objetivo de un “texto artístico”, como traductor con método y marco teórico y giladas semejantes, en cambio, viene –al menos en Mendoza-por el lado ñoño de la facultad de Filosofía y Letras, esa ensoñación de clase alta, católica y reprimida. Es la crítica que aplica modelos de interpretación y análisis, bodrios franceses, españoles y norteamericanos muchas veces remixados por los jotatepés y adjuntos en cuadernillos para pegarse un tiro en las bolas. Esa crítica, de tan amarga, se relaciona de inmediato entonces con la idea –también presente en las series tipo Glee y aun en aquellos que las detractan- de que el crítico es un artista fracasado. Como no pudo crear, resentido, despiadado, verde de envidia se encargará de destruir (criticar).
Figura ambivalente entonces, la del crítico. A veces malévolo, otras totémico, casi un arcano moderno del poder. Pero también, por eso, quizá digno de lástima o compasión, como en el inolvidable cuento de Arlt, “Escritor fracasado”, donde sin embargo también se lo erige como una imperturbable Máquina de tener Razón. Y he ahí otra dimensión del estereotipo del crítico: una suerte de Casandra ante los oídos sordos de artistas automambeados y diletantes frenéticos por los rankings y las modas. De ahí que en el fondo de las conciencias humanistas y democráticas, liberales o socialistas, esa idea del hombre o mujer paciente que traduce el sentido oculto de una obra o discurso, parezca sin embargo muy necesario, imprescindible, en nuestras sociedades, siempre tan al borde de los totalitarismos. Y ahí aparece la crítica por su costado pedagógico, digamos, factible de ser subsumido, claro, en el aparato ideológico (Althusser, etc.). La gestión cibernética opera por aliada a las mejores conciencias humanistas.
También hoy sin embargo “crítica” tiene otro link mental más mediático, más snob y –créase o no- político, tipo traje nuevo del emperador. Todos suponen ser críticos (inteligentes) porque saben ya el cuento y ven que el traje del rey es su propia y desfachatada desnudez. Lo que no implica que se hagan los tontos y, cuando de “criticar” se trata, hablen y se rían de su grasa abdominal o de esa horrible verruga en sus nalgas. Quiero decir, el “sentido crítico”, en estos tiempos verborrágicos y democráticos, parece referirse más a la freudiana asociación libre de los que no tienen nada en la cabeza o a la libertad de expresión de los que quieren mandar un saludo a todos los que los conocen. Crítica no es opinión, gusto, ni ocurrencia: el apotegma feisbukero sería el paradigma de una critik en su versión más ineficaz, colonizada: delataría ahí toda la impotencia de su ideología constitutiva.
Critica, ya lo sabemos, viene etimológicamente de cribar, moler los granos, el cereal, para separar lo maduro de lo verde, lo venenoso de lo comestible. En la tribu, tiene una función vital, relacionada con la economía, la salud y el hábitat comunal. Y se sabe también que de Kant hasta la deconstrucción –ahora que todos hablan a cada rato de deconstrucción, sin haber leído nunca una puta página de Derrida-, todo intento de hacer filosofía, de pensar en nuestra condición histórica, en la Modernidad pasa por la crítica (de la Razón pura, de la Experiencia de la Conciencia, de la Economía Política, etc.), es decir, por la puesta en cuestión de las ideas fosilizadas desde Aristóteles y Platón, los Padres de la Iglesia, el Estado-nación y el capital, ideas que no tiene que ver con el Dasein o el noûs -conceptualizaciones abstractas a lo mejor- sino con cuestiones articuladas con prácticas humanas sociales concretísimas, el amor, el cuerpo, el uso del tiempo, el gobierno, la economía, el derecho, la identidad, la felicidad, en suma. Ruinas, si eso nos ha dejado Occidente, la crítica se encarga de poder hacer más habitable este lugar y este tiempo que las rodean.
La crítica leónida en este sentido apuesta por el “ensayo como forma”, en la tradición frankfurtiana de Luciano de Samosata, Montaigne y Guamán Poma, como espacio privilegiado de reflexión del sujeto, como ritual de escritura que convoca el diálogo con otras voces, otros ámbitos, tiempos y modos de vida diversos, que interpela a los “textos de una cultura”, a los discursos canónicos o marginales, a las autoridades irrisorias o temidas de la comunidad, e incluso se mimetiza a veces –por pasión o desgano- con sus destellos o poses, pero sin ceder en ningún momento, y por nada del mundo, el propio estilo. Eso, el estilo, esa es la marca del ensayo crítico: jamás debe ser vendido en función del mandato social: “escribí más claro, más ininteligible, así te entienden los pobres, los incultos, la señora que va al súper, los que no ven al rey desnudo como nosotros”. Son las buenas intenciones que se ocultan detrás de la ideología imperial: la falsa transparencia informativa, la homologación binaria de la data, la traducción de lo somático y polimorfo al nuevo emoticón de la teoría académica y el neologismo actual de la política partidaria.
El ensayo es absorbente y elástico. Absorbente en cuanto a sus posibilidades incorporativas y elástico en cuanto a sus potencialidades pragmáticas. Absorbe la narración, la crónica, la autobiografía, el reportaje, el análisis hermenéutico, el desarrollo hipotético-deductivo, la diatriba, la parodia, la alegoría, el juego con el léxico y aun la glosolalia y el delirio (como en varios textos de las feministas y los troscos). Permite incluso el enmascaramiento del yo, la invención de personajes (tipo la hermana de Shakespeare en Un cuarto propio de Virgnia Woolf) y la polifonía.
Y es elástico (esto creo que se lo choreé a Nicolás Rosa) porque puede expandirse en una larga idea sutilísima o proliferar en telaraña barroca o por el contrario concentrarse como una piedra de choque, una arma de urgencia incendiaria de intervención política. Como decía Adorno (a quien sí, admitámoslo, le choreé hasta el título), tan antipositivista en su idea de que el conocimiento es posible sólo bajo el aval de la ciencia (la ciencia del control total que hoy llamamos, con Tiquum, “la hipótesis cibernética”): posee, en relación al celo milico de los poderes y sus inconscientes policías (algunos escritores progresistas, ecologistas y antipatriarcales) el ensayo moderno una semejanza nata con las antiguas herejías.
Para La Leónidas, una modernidad que nació allá con Baudelaire y Nietzsche y se nos impuso de prepo acá con Sarmiento y Martí, ha llegado sin duda a su fin. Más ruinas hemos de remover, más cimientos ideológicos e imaginarios sustentados en arenas movedizas, en cementerios indios, en chips en celulares, en votos democráticos y servicios de información. LA LEÓNIDAS sin embargo no acepta la propuesta imperial de una crítica utilitaria a los mandatos expeditivos del estado, el mercado o la cortesía social. Prefiere el ritual y el shock, el pánico o la intriga. Nunca seremos mediadores o garantes de tranquilidad semántica.
La crítica no resuelve problemas, plantea preguntas justo cuando el texto empezaba a ser entendido. La Crítica Leónida desalambra el campo tras el cual se ocultan en quizá ignota compañía, tras un sueldo, un contrato o la mera soledad lectora, conicetistas aburridos, poetas anarquistas, comunicadoras escandalizadas ante los permanentes conflictos de la realidad social y funcionarios subidos al avión de la gestión, todos partidarios de la claridad y el entendimiento, la buena acción y el momento ameno, enemigos del ensayo como forma de ataque oportuno o, por ahora, de resistencia autoinventándose.

Gastón Ortiz Bandes (leído el 3 de octubre en "La función de la crítica literaria en Mendoza", Feria del Libro, Mendoza)

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